En un remoto paraje vivía
una familia. La madre era un erizo llamada Pinchos, el hijo mayor era un lindo
pavo real llamado Azulón, por el color
predominante de su lindo plumaje y el hijo pequeño era un bonito pollito
al que llamaban Plumín y tenía un tacto tan suave y tanta ternura que muchos
habitantes gustaban acariciarle. En cuanto al padre había fallecido hacía
algunos años de una extraña enfermedad que lo fue consumiendo poco a poco.
Plumin tenía mucha ternura y
cariño para compartir, pero pinchos era muy arisca, agresiva y sus pinchos no
permitían el acercamiento del más pequeño, que ya lo había intentado y llevaba
el cuerpecito lleno de cicatrices. Llegó un momento en el que dejó de acercarse
pues el dolor que le producía el cuerpo de su madre era inaguantable. Llevaba
todo su cuerpecito lleno de densas costras, porque aunque él la evitaba, ella
se le acercaba, pero no para abrazarle sino para gritarle y esos voceríos le
herían de la misma forma que lo hacían los pinchos, así que cada vez sus
costras se hacían más duras para poder resistir tanto dolor. El cuerpecito de
Plumín que había sido de un tacto muy suave se fue volviendo como una coraza y
fue creciendo y cada vez se hacía con una coraza más resistente, para evitar el
dolor.
Desde luego
no sentía dolor, pero también sentía el peso de esa densa coraza, pero un día
bañándose en unas famosas aguas termales, con propiedades medicinales, las
costras se reblandecieron por la temperatura del agua y poco a poco dejaron las
heridas al descubierto y en un momento dado volvieron a sangrar y el agua se
tornó roja, muy roja, de un rojo vivo y limpio. Notaba que el dolor acumulado
durante tantos años le iba abandonando circulando con la sangre que sus heridas
desprendían, pero al mismo tiempo sentía que también la vida le abandonaba
lentamente. Llegó un momento que quedó exhausto tendido boca arriba, flotando
en el agua y sus ojitos desprendieron alguna lágrima antes de cerrarse poquito
a poco. Flotaba sobre las aguas medicinales y parecía un cuerpo inerte, vacío,
parecía que habían desahuciado la vida de allí dentro. Por allí paseaba una
niña jugando con un perro y al mirar el agua le vio. Se metió en el agua y ya
cerca colocó sus manos por debajo del cuerpo del pollito y lo sacó del agua.
Estaba lleno de pequeños agujeritos rojizos por donde la vida se le escapaba.
Secó con sumo cuidado las plumas del animalito y lo acerco a su pecho para
darle calor. Luego de forma instintiva y también con mucha delicadeza fue
besando cada agujerito del pollito y la niña se sorprendió que sus besos
cerraban aquellas heridas y continuó besándolo amorosamente. Cuando terminó le
dio un beso a su cabecita y lo colocó cerca de su corazón, con la esperanza de
reanimarle. La niña se durmió y el perro que lo vio velaba por ellos. Cuando
despertó vio que Plumín estaba moviendo sus patitas y que su cuerpecito
empezaba a moverse. Poquito a poco abrió un ojito, como para inspeccionar y se
encontró con la mirada tierna de la niña, fue entonces cuando también se
decidió a abrir el otro ojito. La ternura que le ofreció había sanado todas las
heridas que le causó los pinchos maternos. Su cuerpecito necesitaba de la
medicinal ternura, ser acogido con calidez y proximidad y recibiendo todos
estos nutrientes se produjo la milagrosa curación. Con el tiempo Plumín recuperó la suavidad de su plumaje y también su sensibilidad se liberó.
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