Se despertó y no se reconocía. Tenía
miedo que los demás pudieran verla. Se había ensuciado al seguir aquella
travesía, se enfangó de pies a cabeza. Era un fango verdoso y
pegajoso que la oprimía como un vestido ceñido, que quería
convertirse en su segunda piel, anulando la sensibilidad de su piel original.
Sólo tenía una opción: hallar el manantial del agua virgen de
la mítica mujer de las fuentes.
Hasta
ahora por aquellos caminos sólo había encontrado aguas estancadas, de una
opacidad que impedía ver que seres las habitaban, sólo de vez en cuando
salía a flote alguna ranita croando melódicamente, parecía que el animalito
quería consolarla; pero la leyenda contaba que allí existían espeluznantes
monstruos y ogros. Por aquellos parajes también residían unas
terribles enredaderas que querían apretar su garganta, para ahogar su propia
voz.
Así
ya no podía vivir más. Quería reencontrar su propio color de piel y sentirse
auténtica como cuando llegó por vez primera, sentir su inocente desnudez a la
intemperie, acompañada del sol. Pero aquel era un momento bajo, se sentía sola,
sucia, rara…. tan rara que casi bien ni se reconocía a si misma y la luz lunar
agravaba más la situación, pues reflejaba un mundo de sombras.
Lloró
y una gota resbaló cayendo al suelo dejando entrever un dibujo. Al limpiarlo
vio surgir un corazón herido por una saeta. Se la arrancó y detrás de una gota
de sangre brotó un manantial de Agua Virgen, subiendo con impresionante
fuerza hacia arriba, de tal forma que parecía una palmera de agua
saltarina fresca.
Aquella
agua fue liberadora y se llevó todo el barro y la inmundicia que este había
creado.
Ahora
sí, ahora si que se sentía bella, tan bella como cuando llegó al mundo. Ahora
si podía abrazar a sus hermanos, amigos… ya no habían distancias ni frío, sólo
calidez, una calidez que lo envolvía todo en un sentimiento de hermandad y
comprensión, desaparecieron las barreras del distanciamiento.
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