En
medio del jardín había una estatua de hielo. Era como un cubito gigante de
hielo, pero adentro podía entreverse una bella figura femenina,
acurrucada en posición fetal, como si hubiese sido presa de un sueño
eternizado e intemporal.
Los
transeúntes paseaban, pasaban por delante y la observaban, a nadie dejaba
indiferente. Unos la admiraban, otros la estudiaban… todos razonaban y
cavilaban a cerca del tipo de hielo, de las medidas: anchura, grosor y altura
de aquel inmenso bloque.
Un
día se acercó un hombre mal vestido, desaliñado y despistado, sumido en sus
pensamientos poéticos a la vez que observaba el cielo, absorto en las nubes,
con el canto de los pájaros, el ruido de la fuente…. Tropezó y su cuerpo rebotó
en el gran cubito. Un frío escalofriante le invadió la espalda de su cuerpo y
se volvió enseguida para ver su procedencia. Al verla quedó enseguida cautivado
y exclamó: “¿pero cómo puede ser que estés atrapada en este
congelamiento?”. Se decía para sí: “la belleza no puede permanecer oculta,
tienes que salir al exterior”. Se devanó los sesos pensando cómo podría
rescatarla. Mientras la gente pasaba y pasaba, pensaba y pensaba en los vanos
tecnicismos: medidas y cánones estándares para medir la belleza.
Nuestro
amigo llegó a obsesionarse tanto, que por la noche hizo acampada a su lado y no
solo una sino una detrás de otra. Se decía: “¿Cómo podré hacerlo? ¿Cómo
podré sacarte de aquí?”. Los días iban pasando y no encontraba solución alguna,
había agotado sus propios recursos, se sentía impotente y llegó a reconocer que
a pesar de su buena voluntad y sus buenos sentimientos hacia ella, no eran
suficientes. El hombre lloraba porque tenía plena conciencia de aquel terrible
frío polar, lo había tocado con su propia piel por un instante y sabía su
fatídico efecto; pero aquella joven figura –princesa o virgen, quien sabe-
estaba incrustada de cabeza a pies e inundada por la frialdad más
absoluta. Estaba incrustada como una perla, escondida dentro de una ostra,
inmovilizada por el hielo y el sufría al verla.
Pasaron
más días y finalmente llamó a su amigo el sol para hacerle una
confesión y una propuesta de corazón: “yo solo no puedo, reconozco mi
limitación, mi deseo de liberarla, pero ni mis lágrimas han podido
deshacer este inconmensurable bloque, no tengo las herramientas necesarias.
Ayúdame! Reconozco mis limitaciones y pongo en tus manos su liberación. Ayúdame
sol! Tu eres mi gran amigo, tu sabes como soy y sabes también que este deseo es
el más auténtico que nunca he tenido, sabes que hasta daría mi vida.”
El
sol no dudó ni por un instante de sus palabras y se acercó mucho; con su amor a
través de sus rayos de calor logró convertir en agua el hielo y en aquel
preciso momento un corazón inmaculado empezó a latir con fuerza y calor solar.
El sol le dio nueva vida y ahora ella se aproximó y abrazó al hombre que hizo
posible este milagro con su oración. Ahora también el sol vela por ellos y los
abraza diariamente iluminándolos.
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