miércoles, 25 de febrero de 2015

EL ERIZO PINCHOS (Cuento)





En un remoto paraje vivía una familia. La madre era un erizo llamada Pinchos, el hijo mayor era un lindo pavo real llamado Azulón, por el color  predominante de su lindo plumaje y el hijo pequeño era un bonito pollito al que llamaban Plumín y tenía un tacto tan suave y tanta ternura que muchos habitantes gustaban acariciarle. En cuanto al padre había fallecido hacía algunos años de una extraña enfermedad que lo fue consumiendo poco a poco.

Plumin tenía mucha ternura y cariño para compartir, pero pinchos era muy arisca, agresiva y sus pinchos no permitían el acercamiento del más pequeño, que ya lo había intentado y llevaba el cuerpecito lleno de cicatrices. Llegó un momento en el que dejó de acercarse pues el dolor que le producía el cuerpo de su madre era inaguantable. Llevaba todo su cuerpecito lleno de densas costras, porque aunque él la evitaba, ella se le acercaba, pero no para abrazarle sino para gritarle y esos voceríos le herían de la misma forma que lo hacían los pinchos, así que cada vez sus costras se hacían más duras para poder resistir tanto dolor. El cuerpecito de Plumín que había sido de un tacto muy suave se fue volviendo como una coraza y fue creciendo y cada vez se hacía con una coraza más resistente, para evitar el dolor.

Desde luego no sentía dolor, pero también sentía el peso de esa densa coraza, pero un día bañándose en unas famosas aguas termales, con propiedades medicinales, las costras se reblandecieron por la temperatura del agua y poco a poco dejaron las heridas al descubierto y en un momento dado volvieron a sangrar y el agua se tornó roja, muy roja, de un rojo vivo y limpio. Notaba que el dolor acumulado durante tantos años le iba abandonando circulando con la sangre que sus heridas desprendían, pero al mismo tiempo sentía que también la vida le abandonaba lentamente. Llegó un momento que quedó exhausto tendido boca arriba, flotando en el agua y sus ojitos desprendieron alguna lágrima antes de cerrarse poquito a poco. Flotaba sobre las aguas medicinales y parecía un cuerpo inerte, vacío, parecía que habían desahuciado la vida de allí dentro. Por allí paseaba una niña jugando con un perro y al mirar el agua le vio. Se metió en el agua y ya cerca colocó sus manos por debajo del cuerpo del pollito y lo sacó del agua. Estaba lleno de pequeños agujeritos rojizos por donde la vida se le escapaba. Secó con sumo cuidado las plumas del animalito y lo acerco a su pecho para darle calor. Luego de forma instintiva y también con mucha delicadeza fue besando cada agujerito del pollito y la niña se sorprendió que sus besos cerraban aquellas heridas y continuó besándolo amorosamente. Cuando terminó le dio un beso a su cabecita y lo colocó cerca de su corazón, con la esperanza de reanimarle. La niña se durmió y el perro que lo vio velaba por ellos. Cuando despertó vio que Plumín estaba moviendo sus patitas y que su cuerpecito empezaba a moverse. Poquito a poco abrió un ojito, como para inspeccionar y se encontró con la mirada tierna de la niña, fue entonces cuando también se decidió a abrir el otro ojito. La ternura que le ofreció había sanado todas las heridas que le causó los pinchos maternos. Su cuerpecito necesitaba de la medicinal ternura, ser acogido con calidez y proximidad y recibiendo todos estos nutrientes se produjo la milagrosa curación. Con el tiempo Plumín recuperó la suavidad de su plumaje y también su sensibilidad se liberó.




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